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Aquel chamo humilde, discreto, silencioso, sobradamente inteligente tenía inquietudes y afanes semejantes a los que a mí me movían. Era seminarista apoyado por el padre «Chulique», de inquebrantable fe y con una sensibilidad social indiscutible. Pertenecía a una casta indomable de genética perenne, resistente. Fui testigo de sus múltiples formas de acceso a la gente y de su más noble deseo por favorecer a los más necesitados.
Le acompañe en varias de las parroquias asignadas como profesional para atender a niños, jóvenes y parejas de tales comunidades que requerían muchas veces de palabras de aliento u orientación psicológica. Éramos unos jóvenes, románticos, profesionales con vocación social. Sentíamos que era nuestro deber etico-moral hacer algo más allá del interés económico y devolver a la sociedad y el país lo mucho que nos había otorgado al menos como Universitarios.
Compartimos muchas veces en mi casa en Santa Lucía o «El Empedrao» como prefería decir, o en su casa de Los Estanques con aquella hermosa siembra de la cultura Wayuu. Algunas veces, escapados a Quisiro en el municipio Miranda, en sus playas al encuentro con el mar para respirar otro aire y recargar energías. Recordábamos las ilusiones de niños y los sueños que aún teníamos pendientes. Escuché muchas de sus homilías en especial las que dedicaba a los niños en la Iglesia «San Felipe Neri», siempre tuvo la gentileza de resaltar mi presencia y yo le decía cada vez que no lo hiciera, que me daba pena esa vaina.
Me acompañó en mil momentos de crisis y desasosiego personal. Me confesé muchas veces con él porque sentía que él era mi enlace más directo con papa Dios, así se lo manifesté siempre. Él me retribuía diciendo que yo era su psicoterapeuta y así convivimos por muchos años.
Ya de Adultos siempre se impuso el respeto porque lo que uno creía, nunca se impuso el odio, el rencor, la rabia. Era crítico y yo le criticaba y aún así las conversas siempre se cerraban amenamente con gran agrado y abrazo fraternal. La última vez que le vi personalmente, pasó por mí en casa de mi hermana Nubia Coromoto, fuimos a almorzar, con su habla pausada, serena, prebisteral. Me habló de su separación como sacerdote de la iglesia, pero nunca de sus convicciones. Agudo, sarcástico, ácido, los comentarios venían de lado y lado. Fuimos amigos, grandes amigos, no puedo negarlo, jamás lo negaré sería como negar a la familia. Creo que fue un buen cristiano, ¿tuvo errores? ¿Y quién no? Pero además no soy quien para juzgarlo…
Mi amigo el guajiro no aguantó, y eso me duele porque más que cualquier cosa o análisis, pierdo mi confidente, mi sabio cómplice, mi amiguito del colegio, la voz prudente, el pana del consejo conciliador y palabras llenas de sabor de vida. Fui su terapeuta, él ¡mi confesor!
Vidal, el de la vida santa, el que otorgó su fe entregado y comprometido. Dios seguramente, te recibirá quizá te hale la oreja o sólo te abrazará cálidamente, como su hijo predilecto. Yo te extrañaré aún en medio de las ideas que marcaban enorme distancia entre nosotros, pero con la decencia, incondicionalidad y aceptación conciliadora que tanto requiere nuestro país. No pensé despedirte tan temprano pero ya ves… Al menos pudimos tener una buena sesión terapéutica, una prudente confesión y un almuerzo fraterno.